jueves, 13 de marzo de 2008




No quería volver, pero en el fondo sabía que no quedaba otra alternativa. La ciudad no fue venturosa conmigo, me regaló trabas burocráticas y días lluviosos, la primera vez. Volví. Ahora estoy aquí. La burocracia me entreabrió las puertas, y los días son soleados. 30 días viajando con poca permanencia y en calidad de trabajo merma el ánimo y las carnes. Llegué con la fatiga de los días que han pasado sin calma, con viajes de 14 y 17 horas, con todas las rutinas trastocadas, ni una sola quedaba en pie. Llegué contando los días para la partida, mal comienzo para una llegada; llegué sin el amor que me esperaba; llegué con la columna dislocada. Llegué sin ganas de llegar, llegué para no estar. Llegué.
Como decía, mis rutinas estaban alteradas: el Boston Suave sustituyó al Mustang Azul, ese beso de tu boca ya no estaba (ya no estará); las charlas con amigos eran cosa del pasado, sólo se hablaba de los gajes del oficio, del día y sus problemas; la falta de lectura cada vez más evidente; y esa es una de la pérdidas más grandes: más de 30 días y apenas ojear un libro, leerlo sin leerlo, tenerlo de vecino.
Y fue aquí con el cansancio en la espalda, el desgano y la desazón que encontré de nuevo el rumbo, entré a una biblioteca: la sucursal de la Blaa. Es una biblioteca pequeña, tres pisos nada más y fría (como toda biblioteca). Busqué en sus estantes y encontré dos títulos, dos autores: El Canon Occidental de Harold Bloom y El Cristal de la Luna de Paul Auster.
Salí un poco más ligero, si hubiese podido hacer lo mismo en Pasto o en Florencia hubiese podido transformar los días pero fue Buenaventura quien me dio la buena ventura de seguir leyendo. Mañana podría salir a darle chitos a las gaviotas y tomarle fotos al mar como un turista más. Mañana podré salir sin la urgencia de contar los días para salir de esta ciudad.
B/ventura, febrero de 2008