viernes, 16 de noviembre de 2007

Pérdidas.



Hay pérdidas de pérdidas. Hay pérdidas que no se sienten hasta que nos ponemos a pensar en ellas. De las muchas cosas que he perdido (entre las que cuento el trompo de madera que nunca aprendí a usar, el ajedrez imantado, el álbum de chocolatinas jet de 1972, lleno por completo; algún número telefónico de Jimena…), sin duda los libros representan una ausencia irreparable.

Pero no hablo sólo de la pérdida física, sino de la pérdida del libro en la memoria, daré un ejemplo que recuerdo. En el año 2001 pasé una tarde completa en la biblioteca de la universidad nacional escarbando entre los estantes en busca de algún libro que me llamara la atención, recuerdo que encontré uno de Roberto Art, Una tarde de domingo, se llama el cuento, era una edición de Norma de la serie Cara y Cruz, recuerdo que en esos días estaba leyendo Siete Locos, recuerdo que tenía muchas tardes libres para leer.



Recuerdo que leí Una tarde de domingo en media tarde de viernes, recuerdo que me ubiqué en un rincón olvidado del segundo piso tras los últimos estantes, un sitio donde algunas tardes llevaban libros desbaratados para empezar la labor de restauración y que ese día estaba vacío; recuerdo que la tarde era soleada. Recuerdo que salí de la biblioteca alrededor de las seis treinta, alegre y tranquilo, y hasta aquí recuerdo, ya no sé de qué trata Una tarde de domingo, mi memoria no alberga un solo recuerdo.



Pero como he perdido historias también he perdido títulos. Y aunque podría escribir más de un ejemplo no creo que sea el momento de hacerlo, otra ha sido la motivación de este escrito: un libro, evidentemente. Pero un libro del que sólo tengo pequeños datos, un libro fantasma de esos que desaparecen de la misma manera inesperada con la que llegaron. Su historia es la siguiente:

Era el año de 1999, talvez el segundo semestre, y luego de una caminata con manifestación incluida a la cual asistí y de la que pensé sólo me quedaría una pequeña insolación con quemaduras de segundo grado, encontré en mi maleta un libro pequeño, nada llamativo, ajado y descuadernado, la primera impresión, claro, fue curiosidad: ¿cómo había llegado el libro a mi maleta? traté de recordar lo que hice aquel día y no pude dar con el momento en que alguien lo introdujo allí. Lo tuve en mi poder un par de semanas sin siquiera ojearlo hasta que llegó el día en que lo abrí, las primeras hojas hacían falta pero tras leer un poco se podía conjeturar su comienzo, ahora que la memoria me falla no puedo recordar con precisión el argumento, sólo sé decir que el libro me impactó. Lo que recuerdo con cierta claridad es un párrafo que decía más o menos así:



Esperanza 2 desesperanza 3



…por qué te dije que te amaba como a mi vida cuando tenía infinitas ganas de estar muerto…



El libro lo perdí en circunstancias absurdas, talvez patéticas, que no entraré a detallar porque la historia no tiene ninguna valía; lo importante fue que el libro, que lleve conmigo, no regresó. Se quedo en otras manos.



Jamás lo he vuelto a ver, ni en bibliotecas ni en librerías, cada vez que puedo pregunto por él y siempre lo recomiendo, aunque no sé porqué. Es el momento para hacer un llamado, si alguien lee este escrito y sabe de un libro que se llama Los Tiernos Bufones estaré infinitamente agradecido si me hace llegar la información del lugar donde puedo encontrar otro ejemplar (aquel, tengo la certeza, nunca más lo volveré a tener entre mis manos); o que por lo menos me de algún rastro para poder hallarlo.
Facatativá, noviembre de 2007

jueves, 11 de octubre de 2007

Carta de una Señorita en París (I).

Es domingo. Como es la costumbre me despierto tipo 10 de la mañana con un cielo idéntico en color al cielo de Bogota en sus días de invierno. Me levanto y corro la cortina. Pienso que tengo que prepararme y fortalecerme mentalmente para el invierno. Es 2 de septiembre y el verano pasó sin pena ni gloria. Ya hace frío y el sol se acuesta cada vez más temprano. Ya las hojas de los árboles nos anuncian que el frío continúa. La gente dice estar ya acostumbrada a las bajas temperaturas que vendrán en los próximos meses. Yo no creo. El clima afecta notablemente su estado de ánimo, lo peor, su actitud hacia la vida. Cuando corro la cortina pienso que no me puedo dejar afectar gravemente por la falta de luz, la falta de sol. La luz y el calor están dentro de cada uno.
Sin bañarme me pongo un pantalón negro Gef y la chaqueta Pronto peludita. Me lavo la cara y medio me maquillo, no vaya a ser que en el recorrido de 2 cuadras me cruce con otro príncipe azul. ¿La misión? Traer el desayuno. Es curioso como las costumbres de cada persona no cambian de continente a continente. En mi casa hacia exactamente lo mismo, no pensaba en el encuentro con un príncipe azul pero si en el posible encuentro con alguno de los hermanos León. Y nada mejor que un buen testimonio de belleza al natural.
Bajo los tres pisos y salgo a la calle. Veo inmediatamente el movimiento de la avenida (que de avenida tiene poco) Secrètan. Aunque aquí todo lo cierran los domingos, la calle sobre la cual vivo es comercial. Hay de todo; frente a mi edificio un supermercado, Monoprix, al lado boutiques y más boutiques, tiendas de relojes, de vinos, de quesos. Camino las dos cuadras para llegar al paraíso de la tentación: "la boulangerie", es decir "la panadería". Igual que en Bogotá queda en una esquina, pero la diferencia entre las dos es notable; aunque se vende lo mismo, es decir, pan, croissants, corazones, milhojas. La boulangerie lo recibe a uno con unos olores que evocan la existencia del paraíso, y que decir de las texturas. Es La Guernika pero en su máxima potencia. Los croissants se derriten en las manos y la mirada nunca está fija, porque siempre hay algo que llama fuertemente la atención.
Los franceses son muy "meticulosos" en la creación culinaria; así sea una boulangerie de barrio todo esta fríamente calculado, nada es por azar. Hay de todo, cositas pequeñas de colores, con fresas, frambuesas y cerezas encima. Con chocolate blanco o negro, crocante, cremoso y bastante dulce.
Bueno, hago la fila de 4 personas y pido un croissant y media "baguette", es decir, el típico pan francés, pago 1 euro con 45 centavos. Me devuelvo para mi casa, ya empieza a lloviznar. ¿Y El príncipe azul? … el próximo domingo será.
Azul de Methileno
París, 2007

martes, 9 de octubre de 2007

Pérez-Reverte


Borges dijo: “la felicidad, cuando eres lector, es frecuente” y si que lo sé. Una de las últimas alegrías que he tenido en lecturas es la de Arturo Pérez-Reverte

Descubrí a Pérez Reverte en una feria de Alfaguara en La Luís Ángel Arango. Ojeaba libros sin mucho entusiasmo, cuando vi uno que me llamó la atención por la portada y el título. En la portada había un hombre de cuarenta y tantos, sentado en una silla de madera con una pierna doblada y apoyada en ella; unos anteojos grandes de plástico, la mirada fija y el ceño fruncido, tenía la pinta de un hombre osco y hostil; tras de él una biblioteca y entre sus manos un libro grande y de tapas rústicas.

El nombre del libro: Con Ánimo de Ofender.

Lo compré sin pensarlo dos veces, y salí de la biblioteca directo al Valdez y allí comencé a leerlo, lo que encontré me produjo un gran placer y profundas carcajadas. O talvez no lo leí allí, sino en un bus camino a casa y mi recuerdo se confunde con el de un amigo que leyó ese mismo libro en ese mismo café.

El libro contiene una selección de artículos que Pérez Reverte escribió en El Semanal; una prosa desgarrada y cotidiana que debe ser muy cercana al habla del Madrid cotidiano. Lo que había encontrado me llenó de alegría. La expresión de hostilidad que deja ver en la portada no es gratuita, sus columnas son prueba de ello, de la misma forma habla sobre los reyes magos como de los reyes de España; del bobo con móvil, como del sistema educativo español, y aunque fuerte no deja de ser sereno y sensato. Como hay columnas que destilan desprecio; las hay conmovedoras.

Llegué comentando a quién me escuchaba mi nueva adquisición libresca. No tardé mucho en obtener otro libro de Pérez-Reverte, esta vez fue Jimena quien me obsequió La Carta Esférica. Así he ido leyendo sus novelas.


***

En el Club Dumas se lee esta frase: “en el mundo de Corso todos los héroes estaban cansados”, y se ha pensado en los personajes de Pérez-Reverte como en héroes cansados, haciendo referencia, lo más seguro, a un artículo del mismo Pérez –Reverte llamado “los tres héroes cansados” donde habla de Los Tres Mosqueteros y su acercamiento a la literatura de Alejandro Dumas.

Sin embargo, sospecho que los héroes de Pérez-Reverte no son héroes cansados, sino héroes desencantados. Hay algo inquietante sus personajes, la mayoría mantienen características similares: son mercenarios del oficio que ejercen ya sea soldado, restauradora de libros, maestro de esgrima; son seres desfasados en el tiempo en que trascurren sus historias; están en el filo de su profesión, aguardando lo peor, y mantienen cierta inocencia sobre las aventuras que los van enredando, como a veces sucede en la vida real, que no nos muestra todas las pistas y vamos dando tientos, tratando de no caer del filo.

Talvez la clave se encuentre en un artículo de Pérez-Reverte titulado Oye Chaval en el cual se lee lo siguiente:


“A lo mejor, ahora que han muerto los dioses y los héroes con mayúscula, la salvación está en el heroísmo con minúscula. En el peón de ajedrez olvidado en un rincón del tablero que mira alrededor y ve al rey corrupto, a la reina hecha una zorra, al caballo de cartón y a la torre inmóvil, haciendo dinero. Pero el peón está allí de pie, en su frágil casilla. Y esa casilla se convierte de pronto en una razón para luchar, en una trinchera para resistir y abrigarse del frío que hace afuera. Esta es mi casilla, aquí estoy, aquí lucho, aquí muero.”

Son los héroes en minúscula, los que reivindica Pérez-Reverte.Los héroes desencantados en un mundo cansado, los que ven la vida con el velo de la realidad.



Yo me suscribo en ese grupo.


facatativá, 2007